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Historia de un taxista

Era por la tarde. Aún el sol caminaba por el cielo, como cualquier otra tarde de verano, cuando absorto en mis pensamientos, llegué a la dirección del último servicio del día.

Toqué el claxon. Nadie responde.

Después de esperar unos minutos volví a accionar el sonido estridente a la espera de obtener una respuesta.

De nuevo Sin éxito.

Esa iba a ser la última carrera del turno, así que pensé en marcharme y dejar el trabajo de hoy. Ya no me venía de perder unos tristes 15 euros a lo sumo y el cansancio ya hacía mella en mí.

Sin embargo, por algún extraño motivo, estacioné el automóvil y caminé hacia la puerta tocando el timbre de la misma.

— Un minuto — Respondió una frágil voz de anciana.

Escuché algo que se arrastraba a través de la puerta.

Después de una larga pausa, la puerta se abrió. Una pequeña mujer de unos 90 años estaba de pie ante mi. Llevaba un vestido estampado y un sombrero con un pequeño velo, como alguien sacado de las películas de los años 40.

Lucía triste, apesadumbrada, marcada por el paso del tiempo, tiñendo de marcas su delicada piel.

A su lado había una pequeña maleta de nilón. El apartamento parecía que no había sido habitado durante muchos años, ya que los muebles estaban cubiertos con sabanas. No había relojes en las paredes y tampoco ningún elemento de decoración. En un rincón había una caja de cartón llena de fotos y cristalerías.

— ¿Sería tan amable de llevarme la maleta al coche?— me preguntó.

Sin dudarlo le llevé la maleta al taxi. Una maleta pesada y cargada del peso del tiempo. Regresé para ayudar a la anciana.

— No es nada, tan solo intento tratar a mis clientes como me gustaría que tratasen a mi madre —

— ¡O su abuela! — Contestó risueña.

Una vez dentro del coche, la anciana me dio una dirección y me preguntó:

— ¿Le importaría llevarme por el centro? —

— No hay ningún problema, pero si paso por el centro, no es el camino más corto — Respondí rápidamente.

— ¡Oh!, no me importa — dijo ella — No tengo ninguna prisa. Voy a un asilo —

Miré por el retrovisor. Los ojos de la anciana brillaban.

— No me queda ya nadie de familia y según los médicos tampoco mucho tiempo — Contestó a mi mirada

En ese momento extendí el brazo y paré el taxímetro.

— ¿Qué ruta quiere que tome? —

Durante las siguientes dos horas dimos vueltas por la ciudad.

La anciana me enseño el edificio donde había trabajado de costurera. Pasamos por el barrio donde ella y su esposo habían vivido de recién casados. También paramos frente a un almacén que había sido una sala de baile donde iba de joven.

Algunas veces la anciana me pedía que aminorara la marcha frente algún edificio o alguna esquina y se sentaba mirando fijamente al lugar sin decir nada.

Cuando el primer rayo de sol se apagó en el horizonte, ella me dijo,

— Estoy cansada, vámonos ya —

Conduje en silencio hasta la dirección que ella me había dado. Era un edificio bajo, gris, oscuro, con un pequeño camino de entrada que pasaba por debajo de un pórtico.

Dos camilleros salieron tan pronto como paró el taxi. Eran solícitos y resueltos, observando cada movimiento de ella. Debían estar esperándola.

Abrí el maletero y entendí que dentro de la maleta había mil historias, toda una vida, que pesaba tanto como el propio tiempo.

Acerqué la maleta hasta la puerta. La mujer ya estaba sentada en una silla de ruedas.

— ¿Qué le debo? — preguntó.

— Nada — dije

— Por favor, tiene que ganarse la vida —

— La vida se gana con momentos como este — respondí

Casi sin pensar, me incliné a ella y le dí un fuerte abrazo.

— Hijo, hoy le has dado a una vieja un pequeño momento de alegría. Gracias —

Caminé hacia la tenue luz de la tarde…

Detrás se cerró una puerta. Fue el sonido del cierre de una vida.

Durante el resto del camino estuve sumido en sus pensamientos. ¿Qué habría sucedido si no hubiera esperado? Me alegré de haber realizado aquel viaje. Me di cuenta de que no había hecho nada más importante en mi vida, que aquella carrera.

——

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